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En la España de finales del XVIII y principios del XIX, los conocimientos de botánica fueron esgrimidos por los ilustrados como baluartes de su afán renovador. Siguiendo las directrices comunes de la reforma ilustrada, la botánica será una herramienta política, una ciencia útil al servicio del estado que no planteaba problemas teológicos.
Ardides e intrigas pueblan las biografías de Gómez Ortega, Cavanilles y Zea, personajes muy distintos cuyas polémicas científicas tenían como trasfondo intereses comerciales y expresaban sus diferentes posturas frente al poder. Pero convivieron en el tiempo y sus vidas se cruzaron en un espacio común: el Real Jardín Botánico de Madrid.